Bertha no se atrevía a salir de su habitación, y únicamente repetía para sí misma: “oigo sólo lo que quiero oír”, sin embargo, esto no era cierto, ya que había escuchado muy bien a su tía decirle desde fuera: “Mi niña, he sentido muchísimo lo que ha pasado, y verdaderamente sale de mi corazón el pésame más grande. Lo único que te aconsejo es que tengas fuerza de voluntad para soportar semejante pena, no te preocupes, bla, bla, bla…” Pero ¿cómo podía ser eso? ¿Cómo no habría de preocuparse? Y casi no se daba cuenta, pero las lagrimas rodaban por sus mejillas sin siquiera pedir permiso.
De pronto, como no queriendo quedó inmersa en pensamientos antaños, en donde su madre le hacía los mimos que de niña tanto le gustaban, recordó también cómo molía masa y mantenía encendido el fogón, para que el viento que entraba por el resquicio se sintiera menos, de igual manera añoró beber café caliente y esbozó una sonrisa cuando pensó en lo mucho que le gustaba sorberlo hasta que no le quedaba lengua. Y así pasó un largo rato hasta que vino a su memoria el día en que su progenitora se fue a buscar al Norte de América un futuro mejor para ambas, de lo anterior Bertha no estaba tan segura, ya que lo único que hasta ese día sabían era que Sara –como se llamaba su madre– lavaba coches, como su abuela nixtamal.
En ese segundo, odió el día en que su madre se marchó. ¿Por qué lo hizo? ¿No vislumbró lo triste que su hijita se pondría en este solitario lugar? Aunque su tía siempre la cuidaba, le compraba zapatitos, le hacía bocolitos, y ella reía ruidosamente, siempre se acordaba de su mamá, la extrañaba y chillaba, como lo hacía el papán que afuera de su casa vivía.
Por extrañas razones (o no tan extrañas), recordó que a ella los gringos le caían muy gordos, con todas sus cualidades y sus defectos, pero lo que no podía tolerar era su hipocresía; eso de que para todo uno tiene que ser “very decent and very proper”. Ella prefería a México en todo, por ejemplo, los ladrones jijos de la chifosca, bien cabrones, eso sí, pero como que hacían sus cochinadas con un poco más de gracia, los gringos en cambio se le hacían sangrones de nacimiento. Por eso mismo no entendía por qué su mamá había decidido ir a trabajar por allá.
En eso estaba, cuando en un de repente, sintió como si su corazón se hubiera caído, quebrado, y los pedazos que quedaban se hubieran ido volando a buscarla, para así volver con ella y despedirse como debe de ser, como se despiden los oriundos de este pueblo. Y, ¿cómo es eso? Pues bueno, cada uno en el río, cruzando cada cual con su perro, obviamente con su morral ataviado de recuerdos, aguardiente y tamalitos, no olvidando por supuesto las velas para alumbrar los caminos; eso pensaba cuando de súbito se hizo conciente de que la realidad era otra, entonces abrió muy grandes los ojos y supo que su madre había muerto, se levantó y Bertha, sin más, abrió la puerta para enfrentar lo que duramente había acontecido.
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