sábado, 24 de diciembre de 2011

Extraños visitantes: ¡Oink!

Reciba mi más cordial saludo mi querido amigo(a) lector(a). Créame: le agradezco que aún siga leyendo a este tímido hablador —pero le aseguro que esta pesadilla esta apunto de… ¡no terminar! Pues verá que después de tan siniestro suceso ocurrido en el sobrepuesto ascenario glacial, me volví a dar a la tarea de encontrar a mi adversario.

Que he de mencionar mi estimado, que durante estas mañanas he seguido mi rutina al pie de la letra sin sufrir ningún percance, inquietud o alteración alguna por competir, ya que mi oponente no ha venido a retarme. Es algo preocupante –si, incluso para mí—, espero que el joven muchacho no tenga ninguna enfermedad respiratoria, de ésas que dan por no abrigarse bien, —aunque dudo mucho semejante suposición, ya que después de ver la sobrepoblada barba se llega a distinguir una bufanda saliendo del agujero que forma la capucha y la cara.

Bueno mi estimado me estoy desviando del tema, lo único que les voy a platicar esta vez es sobre los excéntricos e inusitados sucesos que pasan fuera y dentro de las gradas. Estaba ahí otra vez —por favor no crea que soy una persona sin oficio ni benebicio en esta deplorable sociedad, no, nada de eso, lo que pasa es que aun sigo buscando trabajo en esta ciudad que me ha acogido con semejante peculiaridad—, en las gradas —como mencione anteriormente—, y es muy grato ver a toda una familia completa disfrutando de la vista que nos ofrecen estos lugares que se inclinan hacia lo alto.

No fue la familia lo que me sorprendió realmente, sino el gran festín que estaban llevando a cabo en semejante lugar, pues habían preparado todo un picnic que incluía el pollo rostizado, las tortillas, el aguacate y ya no digo más porque si no le abro la gula, mi apreciado leyente.

El olor era tal que provocaba dar un vistazo hacia atrás —se me olvido decirle mi venerado lector, que el estrafalario clan había invadido los lugares traseros… ¡todos!— y quedarse con una mirada de confusión y admiración por la tremenda audacia. Pero ninguna persona —incluyéndome—, sabía cómo definir el suceso que se presentaba ante nuestros ojos, porque mientras unos trataban de que al pensamiento escapara al ver a las personas felices patinar —o dejarse guiar por el promotor en turno, o agarrarse de la barda aunque las garras (es decir, uñas) se desbarataran— se escuchaba a la más anciana del grupo —yo definiría como a abuelita querida… o la bisabuela sobreviviente de muchas épocas—: Manuelito… ¡pásame la sal, el aguacate y de paso la salsa!”

No pude soportar por más tiempo el espeluznante ambiente, así que me retiré de la forma más tranquila posible; al bajar cautelosamente las escaleras, me di cuenta de que la familia las había utilizado como un vertedero de desperdicios público.

Esta vez, no pude iniciar con mi vistazo general hacia la plancha entera y buscar al enemigo mañanero —que espero esté bien de salud— pero ya será para la siguiente ocasión. Espero mi querido(a) lector(a) volvernos a encontrar en el siguiente texto. Que esté muy bien y mil gracias por leer a este locuaz narrador.

Atentamente: Jeh

Autora: Adriana Hernández

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