¡Buenas!... ¿tardes?, ¿noches?... Disculpe mi amado(a) lector(a), no sabré a qué hora leerá usted esta palabras, pero por favor reciba este cordial saludo correctamente: dama encantadora, señorita joven, escuincle educado, caballero distinguido –hago hincapié otra vez en elegir adecuadamente.
Pues verá, le contaré en pocas palabras –créame, lo trato de hacer– una “pequeña” historia que me ha pasado últimamente mientras salgo a correr… ¿A correr?, se preguntará usted; pues sí, fíjese que meses atrás fui al consultorio médico por una pequeña molestia en el codo, el doctor me mandó hacer un sinnúmero de estudios y una sacadera de sangre –además de dinero– sólo para que el muy señor matasanos me dijera que mi condición física estaba peor que deplorable, así que salí de aquel lugar con un dolor terrible en el codo y una rutina diaria de ejercicios, entre ellas: correr.
Bueno, ahora que ya le expliqué el porqué de conseguir un cronómetro, levantarse temprano y ponerse tenis, –y una que otra vez cambiarse el pijama por unos pants– le puedo contar a lo que iba desde el principio.
El primer día que empecé con esto de correr –que debo aclarar, fue dos semanas después de caminar por un periodo de 30 minutos, ¡sin detenerse!– mi agonía –por no decir entretenimiento personal– comenzó. Verán ustedes, mi amado público –que sigue leyendo semejante parloteo, y créame… ¡continuara!– el día que me dignaba a comenzar con la rutina de correr, algo inesperado apareció delante de mí: ¡un encapuchado! –que así, sin darme una cachetada con guante blanco y retarme como dios manda– me incitó con esta desgracia de competir con él a diario.
Así es mi querido leyente, ahora ya sabe el porqué de mi anécdota, usted es el(la) primero(a) en saber de mi desdicha. Cada mañana que salgo a correr, ahí está, esperando a que acelere mi singular paso y ver quién es el que aguanta más número de vueltas al parque. –He mencionado anteriormente, mi querido(a) compañero(a) de lectura, que mi condición física es por demás nefasta, y como apenas comienzo, no rindo mucho. Me pregunté por varios días si sería parte de mi imaginación, o era que el contendiente olía mi competitividad derramándose en el sudor que despido, y fuera por eso que me eligió.
Pero días después me pregunté cómo sería mi rival encaperuzado –que he de aclarar, nunca le he visto la cara, lo único que se llega a ver debajo de esa capucha es una barba bien rasurada y, sobre todo, poblada– en la vida cotidiana; pues verá, mi pregunta se respondió en este día, o por lo menos he querido imaginar que es la repuesta a mi pregunta.
En la competencia que se llevó a cabo en este día, salí un poco lastimado –no se preocupe, mi amado público, nada de gravedad, es sólo una pequeña lesión que tuve de niño que se resiente cada vez que me esfuerzo de más–, pero para no faltar al duelo de mañana decidí cuidarme con unos vendajes para no esforzar el aguado músculo. Así que me fui a la calle de Allende a comprarme lo que necesitaba para atenderme y, sin percatarme, mis pies me fueron llevando al hermoso –y sobrepoblado– Zócalo capitalino de la Ciudad de México –¡semejante redundancia!.
Bueno, auditorio conocedor de lo bueno –no sé por qué me sigue leyendo– no me había percatado de la pista de hielo, hasta que una señora gorda –no crea usted que soy de ésos que se andan fijando en la complexión física de los demás, no, para nada– me grito: ¡Cuidado!, ya que estaba a punto de atropellarme con tan semejantes chaparreras –vuelvo a reiterar, no soy de ésos– por quererse meter a la fila que estaba entre vallas, ¡claro!, para poder patinar en la susodicha blanca y helada antes mencionada.
Pero lo que pasó después me dejó completamente perplejo. Ahí estaba el rival de todas mis mañanas, el encapuchado, iba con la señora que estuvo así de matarme. –Y no crea, mi amada audiencia, que por lo robusta que estaba, sino por el susto que me provocó.
La verdad mí querido, soy un mentiroso, no sé realmente si era él, pero tenía un aire –sobre todo porque iba cubriéndose la cara con el gorro de su chamarra– pero había algo que no encajaba, parecía un mandilón de primera; ya que la señora muy quitada de la pena le dijo: “a ver como le haces, pero yo quiero mi coca ahorita, ¡y córrele antes de que avance la fila!”. No me quede el tiempo suficiente para ver la cara del sumiso cuando regresara –de quién sabía dónde– con la coca-cola en manos.
Pero sé que mi archirecontraenemigo no es ese tipo de personas que se deja gobernar por nadie–por lo menos, quiero imaginarlo así– fíjese mi adorado, que después de ver tan rápida escena, me imaginé al rival de rivales en la pista, buscando a la persona adecuada con la cual podía competir, como lo hace conmigo cada mañana; pero posiblemente me este debrayando de más… ¿o no?
Piense por un momento mi apreciado amigo(a), que mi enemigo esté ahí, retando a un sin número de personas y, al fin, pueda verle cara, tal vez ésta sea mi oportunidad de conocer la cara de la maldad –disculpe mi estimado, divagué de más– posiblemente me dé otra vuelta a la pista de hielo, nada más para ver qué me encuentro, hasta luego mi queridísimo, respetable y amado público, gracias por leer tanta labia escrita de mi parte.
Atentamente: Jeh
Autora: Adriana Hernández -- Memorias de tu Ciudad; Narrativa
Fotografía: Diana Mendoza -- Memorias de tu Ciudad; Fotografía
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