Carta a la pintura en la banca de Xicoténcatl
Estás detrás de mí y no te veo, porque al entrar, antes de sentarme, te vi, pero no te observé. Pensé breves momentos en que me agradabas y seguí en lo mío: mirando al chavo de morral y lentes que va pasando. Él no me observa, como tampoco yo te observo a ti. Se fue.
Sólo entonces, y sólo por eso, volteo a mirarte y me siento en la esquina de tu banca para pensar que no había visto ninguna como tú. Que estás enclavada en el azulejo. En el de la banca, parecida a la que está en la azotea en casa de mi abuela.
Tus ventanas me observan, a pesar de que sólo son líneas horizontales. Me propongo subir la mirada por tus escaleras y tocar la enredadera que crece en el muro.
Ahora poso mi vista en el balcón, me detengo e imagino que estoy recargada en el barandal verde, que es de madera como las vigas que sostienen el tejado rojo.
Tu quietud me intriga. Estamos tú y yo y tres nubes que no se mueven. ¡Cómo han de moverse si para mi desgracia estás hecha de líneas! Y yo estoy aquí viéndote tan sólo y no puedo caminar tu puente, ni platicar con mi abuela en tu portal, escuchando el crujir de su mecedora, de buena abuela mexicana de los cincuenta.
Jamás descubriré todos tus planos, ni escucharé mis pasos en tu capilla, temiendo el misterio y la humedad de las desportilladas figuras de santos de principios del siglo antepasado.
Tus árboles no me llamarán como llamaron a Ramírez, quien dejó su apellido en tu esquina derecha.
Tú no lo sabes, pero iré a buscarte.
Con cariño: Mariana Montiel
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